Por detrás de la mesa, con un lápiz,
va dibujando números y letras
en un cuaderno rojo. Me pregunta
cuál es mi nombre, mis señas, mi teléfono.
En la tienda trabajan, vestidas de uniforme,
seis o siete muchachas, pero
son diferentes, diferentes,
y mi boca pronuncia sin equivocarse,
llegado su momento, los sonidos,
el nombre de una cosa cualquiera que recuerda.
Miro sus manos blancas,
pequeñas como pájaros,
ir y venir, encima de la mesa.
Soltar, coger el lápiz, abrir, cerrar papeles.
-Huele a vainilla triste.
Dile ya algo gracioso. Que se ría.
Después, sin más, entierra mi nombre y mi futuro
soñado, allí, debajo de cien nombres,
debajo de cien números de plomo.
Sin voluntad, sin emoción, sin lágrimas,
cerrando su cuaderno
con un gesto sencillo que tira a la basura el trapo sucio que me siento