El suelo quema como quema el fuego.
El aire es transparente, de cristal.
La luz, que se amotina, da a la cal
un brillo blanco que te deja ciego.
Es la azotea de tu infancia. El juego
consiste en lo de siempre: tratas mal
a quien te quiere bien y lo normal
es acabar llorando, a solas, luego.
Recuerdas esas risas y esa casa.
Y ese olor del pescado que, a la brasa,
te hacían allá abajo en la cocina
asciende del pasado hacia el presente
de la mano del aire, y la cortina
se mueve y tienes frío de repente.